Había una vez en la cima de una colina una casa habitada por cuatro entes, la madre, la hija, él padre y él hijo. La madre era quién cultivaba y cosechaba las provisiones para sobrellevar el invierno, era de un carácter serio y reservado; por otro lado él padre se encargaba de mantener el orden a partir de una serie de reglas y normas, además de que era el único de la familia que gozaba del contacto con otras personas, pues cada fin de mes bajaba de la colina al poblado aledaño a vender lo que su esposa cosechaba y el pan que horneaba su hija.
La hija, tenía 12 años y era educada por su madre en el arte de cocinar, limpiar, atender, zurcir la ropa, etc., todo con el fin de llegar a ser una gran y buena mujer, además cabe señalar que era experta horneando pan. El hijo tenía 5 años y su padre formalmente lo empezaba a instruir para comerciar, y de tal forma conseguir dinero para el abastecimiento del hogar.
Un día el hijo escucho que su padre y su madre discutían, sobre el hecho de conseguirle marido a su hermana, la madre objetaba pues no quería casarla aún, ya que ella pensaba que a su hija le faltaba mucho por aprender; y el padre consideraba necesario casarla de inmediato, ya que era lo suficientemente capaz de ser una mujer para su marido. Él padre quería imponerse y fue como los golpes comenzaron, pues la madre no desistía en su opinar; él niño al ver por primera vez tal discusión llena de arrebato, furia, violencia y descontrol, se fue contra el padre y le propino una serie de golpes, que sólo lo enfurecieron más; con una bofetada él padre contuvo el impulso de su hijo, diciéndole – “pegas como niña”-. Acto seguido enconchado en un rincón el niño comenzó a llorar por el dolor físico y emocional que sentía en aquel momento; el padre indignado se volteó y con otra bofetada exclamo –“los hombres no lloran”-. La hija irrumpió en el cuarto consoló y abrazo a su hermano, haciéndole sentir amor, compasión y ternura, a lo cual el padre con dureza exclamo – solo para eso sirven las mujeres, para consentir y apapachar; déjalo en paz, tiene que aprender a ser hombre, tu vete de aquí, con tu melosidad a otro lado-.
Una vez a solas, él niño se puso a pensar en lo que había ocurrido aquella tarde, y recordando las palabras de su padre, no podía comprender, como éste se expresaba tan despectivamente del golpe de una niña, cuando su hermana con fuerza golpea la masa a fin de no formar aire en el pan que se va a hornear; misma fuerza que es capaz de partir la leña para calentar el horno. – ¿Cómo es posible que mi hermana, necesitara saber cómo ser mujer para casarse?, entonces ¿Qué pasaba si mi hermana no se quería casar? ¿Quién toma las decisiones de mí hermana? ¿Por qué mí hermana tiene que ser una mujer para alguien más? ¿De quién eran los privilegios y porque, si después de todo, lo más pesado lo suele hacer mi hermana y mi madre? ¿Por qué los niños no lloran? ¿A caso los niños somos seres que no deben sentir? ¿Por qué me pego papá? ¿Por qué si me dolía me volvió a pegar? ¿A caso quería reafirmar algo, y si es así qué es lo que quería reafirmar? ¿Porque mi hermana no golpeo a mi padre con su fuerza? ¿Por qué mi hermana no se revelo, se enojó y se indignó de que hablaran, pensaran y sintieran por ella? ¿El amor y la ternura son propios de mi madre y mi hermana? ¿Cómo serán las demás madres y hermanas del mundo? Y lo más importante, ¿Por qué tengo que convertirme en hombre? ¿Ser hombre es lo que es mi padre? – Fueron algunas preguntas que se hizo aquel ente recostado en el pasto viendo hacia el cielo, con los ojos nublados por las lágrimas.
Después de un rato de contemplación, él hijo, con su brazo seco las lágrimas que empañaban su visión y concluyo en voz alta – “no quiero ser hombre, pero tengo que serlo porque no hay otra salida”-.
*GBJ